VARIEDADES

ONCE TRAS LA PELOTA (5 CUENTOS DE FUTBOL) - Primera entrega

| Emilio Alberto Restrepo

CLASICO DE BARRIO

Mi barrio se dividía en sectores, cada cual un universo, muchas veces no se podían ni ver, eran irreconciliables. Los de Granada éramos rockeros, nada de maricaditas como baladas o boleros, los tangos nos resbalaban y de la salsa, ni se diga, estaba prácticamente prohibida. Al otro lado de la quebrada, margen derecha de la canalización, estaba San Bernardo, que era lo contrario: Salseros pesados, dos bares muy tradicionales en donde molían tangos y milongas hasta medianoche, hora en que despachaban a los últimos borrachos a pie, esquivando prostitutas desplumadoras y atracadores callejeros. La mayoría éramos hinchas del Nacional, los de “Sanberna”, del Medellín. Ellos estudiaban en el Nariño o en la Carlos Franco, y nosotros en la Céspedes o en Bolivariana. De su lado gustaba más la bareta y nosotros éramos más de “chamber”, “colol”, trespatadas y hasta del aguardiente, que por entonces era barato. No nos entendíamos ni por equivocación, por el contrario, muchas veces nos trenzábamos en unas batallas campales de bolsas de caca y orines, festival de patadas y riñas a correazo-limpio e incluso encuentros con cadenas. Nadie se explica hoy en día cómo nunca resultó un muerto de aquellas trifulcas.

Como muchos de los muchachos queríamos vivir en paz, nos hacíamos los bobos, dábamos largos recodos para evitar pasar por el sector contrario, tratábamos de propiciar una convivencia más bien tranquila, para no tener problemas, aunque eso podía dispararse de un momento a otro en las noches de los viernes o sábados.

Un diciembre, cuando estaba promediando el torneo inter-barrios de fútbol, las eliminatorias iban perfilando a nuestros equipos como los necesarios clasificados, por lo que iba a ser irremediable que se encontraran en el partido final para definir el campeonato. Los párrocos estaban preocupados y citaron a los capitanes para tratar de que transcurriera sin la violencia que se temía iba a generarse, con dos culturas tan antagónicas e intransigentes. Todos temían lo peor. Cada uno creía tener su verdad y el menosprecio por el adversario se agravaba con la arrogancia juvenil y el empoderamiento que daba el sentir colectivo de cada equipo y lo que había detrás de él. Pero se trataba de fútbol, era algo sagrado, y eso era lo más importante en ese momento.

Se llegó a un acuerdo: nada de armas ni objetos peligrosos, nonis de encaletar licor ni marihuana, vigilancia policial de manera preventiva y nada de la música de cada uno: prohibido-el-rock, desterrada-la-salsa. En esos compromisos teníamos que ser muy serios.

Llegó el día del partido. Un clásico, una lucha de gladiadores, pata fuerte, choques bruscos (pero no peleas), sudor, entrega, faltas, ahogo, goles, abrazos, desconsuelo, nuevas esperanzas. Tiempo suplementario. Desafortunadamente, nos ganó Sanbernardo 3×2 en un partido digno de una final europea, gol-agónico incluido. El padre Oscar, eufórico, regaló 3 cajas de cerveza, con permiso del inspector. No hubo broncas. Terminamos bailando con música de Pastor López, La Billo´s y Los Melódicos, al final la rumba fue de amanecida. Nada que lamentar. El fútbol obró el milagro.

LA GRAN FINAL

Nunca olvidaré la gran final del campeonato que realizó la Alcaldía en el 98. Era diciembre. Se enfrentaban los equipos de 2 barrios que congregaban los más-malos-de-los-malos, pura carne-de banda-y-de-presidio, con decirle que de esa generación solo quedan 4 vivos, dos mutilados, uno que terminó en Guatemala y otro reconvertido en pastor protestante.

El secretario de gobierno hizo un pacto con el man que lideraba la parada, el que realmente mandaba en la ciudad, porque no nos digamos mentiras, la Oficina tenía más poder que el alcalde y que todas las autoridades juntas. Se hacía lo que dijera, sin discusiones. Entonces acordaron no agredirse, nada de broncas, nada de armar tropeles y mucho menos armas. De todas maneras, la cancha estaba acordonada, había vigilancia policial, agentes de civil y los muchachos del combo bajo las órdenes del capo, encargados de la seguridad. El capellán del estadio rezó una plegaria, tiró agua bendita a la arena, al balón e hizo el saque de honor.

La gente estaba tensa, pero se veía tranquila, temiendo que en cualquier momento empezara el caos. Era claro que eso podía explotar en cualquier momento, pues uno no sabía cuáles eran más peligrosos, si los escoltas, los jugadores o las fuerzas del Estado, por aquella época completamente infiltradas por la delincuencia. Entre los hinchas, muchos que pasaban por aficionados, eran sapos camuflados que llevaban armas por si algo se salía de control.

Y empezó el partido. Desde el principio pata corrida, empujones, miradas feroces, uno que otro escupitajo, mentadas de madre en voz baja. En realidad, mucha tensión, un ambiente enrarecido que enmudecía ante cada falta, que suspiraba ante cada empellón, que cruzaba los dedos ante cada encontrón.

Entonces, de la nada, apareció un globo que descendía hacia la mitad del campo; detrás de él, una cuarentena de muchachitos que querían atraparlo y se sentían con derecho a cogerlo y quedárselo como trofeo. La algarabía era total, el tumulto de piernitas que corrían levantaba una polvareda y sin consideración alguna, se apoderaron de la cancha, parando el encuentro y pasando por entre los asombrados futbolistas. Entre las voces chillonas, alcancé a escuchar:

–           El globo es mío, salió de mi cuadra

–           ¡Qué va, yo lo tumbé con mi espejito, vos estabas sentado en un muro, no hiciste nada por bajarlo!

–           Entonces si no es para nosotros, no es para nadie -y con una vara procedió a dañarlo, ya a pocos metros del suelo. Dos o tres piedras acabaron de destrozarlo. La candileja, aun encendida, cayó en tierra.

Y así como entraron, salieron. Como una plaga de langostas, como si no hubiera pasado nada, como si no estuvieran en la mitad de un partido que amenazaba violencia y muertos.

Los jugadores, la hinchada y los guardianes no la creían. Se miraban atónitos, hubo un silencio expectante de manos al cinto en espera de alguna orden que nunca se dio y luego de una estruendosa carcajada se reanudó el juego. Las crónicas no reportan ninguna otra novedad.